domingo, 7 de abril de 2013

Papolatrías


El mayor mal que corroe y amenaza a la fe católica hoy día es la “exterioridad”, el mismo mal al que sucumbió la Sinagoga. P. Leonardo Castellani.
Hace unos años, cuando Benedicto XVI visitó España para clausurar en Valencia el Encuentro Mundial de las Familias, entrevistaron en televisión a una fiel que, entusiasmada, asistía al acto:
-        ¿Qué significa para usted el Papa?
-        Es Dios en la tierra.
Evidentemente, la bienintencionada respuesta de la mujer era un disparate. El Papa no es Dios, ni tampoco un semidios. Es un ser humano, de carne y hueso, al que se le encomienda la tarea de representar a Dios para confirmar en la fe a sus hermanos y gobernar la Iglesia. Sabemos que será asistido desde Arriba para guardar y enseñar la fe y sus mandamientos, y que contamos con su infalibilidad para ello en unas condiciones muy concretas. Pero el resto de su gobierno y decisiones no son infalibles. Por eso, la reciente obsesión por ver al Papa como un ser perfecto en sus hechos es tan perjudicial: por irreal. Desde esta perspectiva se tiende a ver cada gesto y palabra suyo, por superficial que sea, como un acto infalible. En el fondo le están exigiendo al Sumo Pontífice que sea poco menos que un ángel, lo que acaba justificando todo error que pueda cometer el Papa. Confunden la infalibilidad papal cuando el Romano Pontífice habla ex cathedra para enseñar a los fieles o defender una verdad de fe, con la indefectibilidad en cada momento de un superhéroe, cuando el Papa no es un supermán. Que se lo digan a San Pedro, tan fiero y frágil a la vez. Es decir, tan humano.
Ahora bien, entre los autodenominados tradicionalistas, los más críticos con esta papolatría, hay una tendencia que parece exigirle al Papa la misma capacidad de actuar de manera perfecta e inmaculada. En este caso no ven cada palabra y gesto suyo como infalible, sino que le exigen tal perfección en las cosas accidentales a su cargo que, cuando se equivoca, o simplemente no actúa acorde a sus gustos, ya es visto como sospechoso de heterodoxia. El fondo resulta, irónicamente, el mismo que el de sus denostados papólatras: el Papa tiene que actuar de manera indefectible siempre, nunca se ha de equivocar ni en lo que Dios mismo le permite equivocarse. La diferencia es que los primeros deciden ponerse una venda en los ojos y aceptar cada hecho que venga de Roma como perfecto, mientras los tradicionalistas ven tambalearse la Iglesia y la promesa de Cristo a Pedro porque su Sucesor meta la pata en lo que no tiene garantizada la infalibilidad o, simplemente, no haga lo que ellos consideran que debe hacer. El Papa es perfecto, asumen unos; el Papa debe ser perfecto, pretenden los otros.
Resulta que el Papa Francisco, como sus predecesores, es humano. Y encima argentino, que es el colmo de la humanidad. Así que, dentro de lo que pueda doler, cometerá errores en aquello que no atañe a la salvaguarda de la fe. Alguno posiblemente ha cometido ya, como en el famoso lavatorio de los pies a dos mujeres y una musulmana en Semana Santa, con la añadida explicación cogida con alfileres de Lombardi.
Sin embargo, nadie puede decir que Francisco haya enseñado hasta ahora una falsa doctrina, que haya deformado la fe o el mensaje de Jesucristo. Al contrario, ha supuesto una ráfaga de aire fresco su acento en la infinita Misericordia Divina, en la caridad al prójimo, especialmente los más débiles y necesitados, así como su cercanía al pueblo sencillo o su recuerdo a los cardenales de que quien no reza a Dios reza al Demonio.
Lo chocante es que ciertos tradicionalistas se le hayan echado encima porque saliera a la logia de San Pedro sin muceta, porque no vive en los apartamentos pontificios, porque la liturgia en sus Misas no está tan cuidada como con Benedicto, porque el pectoral que lleva no es de oro… Es decir, porque no hace acopio de determinados gestos y símbolos, lo cual, según los tradicionalistas, desvelaría un mal fondo, una impostura. Más curioso aún resulta que ante sus impecables homilías en Semana Santa éstos mismos guarden silencio, aunque raudos acudieran a menospreciar sus apuntes del discurso que dio en el precónclave. El afán de agarrarse a los símbolos y ciertas costumbres se queda mudo cuando el Santo Padre habla como nos habla el Evangelio. ¿Será que sus discursos y sermones no pueden ser merecedores de aprecio mientras no cumpla con las tradiciones menores y los signos externos que ha dado de lado? ¿Desde cuándo esos símbolos exteriores son la prueba de que el Vicario de Cristo enseña la Verdad? Si el tradicionalismo consiste en esta actitud, cabe preguntar qué es la Tradición para los tradicionalistas. Cuando menos resulta enigmático.
En este sentido, son muy sugerentes algunas palabras del Papa Francisco en la homilía de la Vigilia Pascual:
 A menudo la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los Apóstoles del Evangelio: muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos ante una tumba, pensando en el difunto (…). Tenemos miedo de las sorpresas de Dios.
(…) Jesús no está muerto, ha resucitado, es el Viviente (…). Jesús ya no es el pasado, sino que vive en el presente y está proyectado hacia el futuro, Jesús es el “hoy” eterno de Dios.

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