viernes, 15 de febrero de 2013

Pastando plácidamente



Juan Pablo II va camino de ser canonizado, entre otras cosas por su valor y sacrificio al agonizar públicamente en los últimos años de su Pontificado. Es verdad que durante su papado se encubrieron miles de abusos sexuales a menores, pero es un pequeño detalle que no importa demasiado al establishment curial y clerical para elevarlo a los altares cuanto antes.

Benedicto XVI renuncia a culminar su pontificado por verse mayor y los mismos voceros, clérigos o laicos, lo aplauden desaforadamente por su sentido de la prudencia ante un acto que, en sus detalles, es único en la Historia de la Iglesia.

Pasados los días se comprueba que el principal problema de la renuncia de Benedicto no es tanto ésta, como el páramo que había bajo sus pies. Dos Papas loados y aplaudidos (con sólo ocho años de diferencia) por dos actos contrarios y opuestos.

 El católico de hoy ha aniquilado su propio juicio. No quiera Dios que mañana un Papa condene el chorizo frito con patatas porque el católico al uso lo aplaudirá a rabiar hasta hacerse vegetariano y los demás seremos calificados de progres, carcas o las dos cosas a la vez. Al católico de hoy le da igual lo que le echen: acepta todo lo que venga de arriba, no porque Roma sea garante de la Fe y la Tradición, sino porque ve en Roma la única fuente de la Revelación y toda verdad inapelable.

Posiblemente sólo en el futuro se entenderá la decisión de Benedicto XVI. Quizá se vió incapaz de gobernar a los lobos que se devoran entre sí dentro de la Curia y el episcopado, y cuyas dentelladas van minando la unidad de la Iglesia, unidad rasgada que tanto ha lamentado públicamente el Santo Padre. Ya nos dijo nada más ser elegido Sumo Pontífice que rezáramos para que no huyera de los lobos. Quizá sólo abdicó porque pensaba que su edad era un obsátaculo insalvable. En todo caso, al menos tomó la decisión desde la libertad de espíritu que siempre le caracterizó. Justo lo contrario que el católico 'ortodoxo' medio que le jalea lo contrario que aplaudía en Juan Pablo II. La paradoja es que el establishment oficial ha sacralizado tanto la figura del Papa que hasta asume como normal, sin chistar, cualquier acto de desacralización por parte del propio Papa.

Lo más chocante de la decisión de Ratzinger es el frío conformismo con el que ha sido acogida, esa sequedad espiritual que reprime hasta el más natural sentimiento de asombro y de escándalo. Como si hubiera anunciado que cuelga los guantes un boxeador veterano. Pero no puede escapar a nadie que aquí hay un drama latente. Han querido obviar que en su anuncio Benedicto XVI ha relacionado sus menguadas capacidades con el momento histórico que acecha la vida de la fe. El católico al uso se queda con la versión más cómoda: el Papa se jubila porque está cansado. Pero él nos ha dicho que no lo hace porque quiera retirarse, sino porque se ve incapaz de gobernar la barca de Pedro cuando más arrecia la tempestad. No es precisamente una jubilación: se retira porque ve que bajo su gobierno el rebaño es pasto de los lobos cuando éstos están más desatados. Pero el rebaño, tan plácido, le desea feliz jubilación al abuelo de la familia.

Espeluznante.

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